Hace un tiempo, relativamente corto, me hubiera parecido inimaginable poder haber formado parte de la experiencia Kilimanjaro. Pero, sin duda, creo que ha sido muy enriquecedor para mí atreverme a participar.
La casualidad y una serie de circunstancias favorables en un momento de cambio, motivaron que se convirtiera en un reto personal. Me convenció por completo la combinación de poder aportar solidariamente mi ayuda, junto a la idea de poder conocer un continente aún desconocido para mí, intentando conquistar su techo.
Ahora, con perspectiva, creo que no fue solo un reto, sino diría que más bien una oportunidad. Una oportunidad de compartir con un equipo de personas aventureras, autoexigentes y experimentados la necesidad de sentirnos útiles, el deseo de cambiar el presente y ojalá el futuro de esas miradas esperanzadas y soñadores y de disfrutar enfrentándonos a nuestros límites de confort.
Ante nuestra intención de regalar cariño y sonrisas, juegos y bailes, material médico, escolar o comida y conocimientos, y sin esperar nada a cambio, recibimos emociones puras de gratitud, felicidad, aprecio, admiración… Una y otra vez, el tiempo parecía paralizarse mientras esos momentos únicos se grababan en nuestra memoria.
Durante la subida nuestros porteadores, guías y cocineros se convirtieron en familia y nos cuidaron como se cuida a los cachorros de la manada. Muy diferentes paisajes se mostraron ante nuestros ojos, flora y fauna nunca vista, y hubo que luchar ante el frío, la lluvia, el insomnio y el famoso mal de altura…
Sin embargo, yo me quedo con el sentimiento de gozo al caminar por encima de las nubes y la sensación de que yo, algo tan pequeño dentro del universo, soy capaz de disfrutar durante el proceso de intentar conseguir un nuevo reto.
Creo que la experiencia Kilimanjaro nos ha hecho a todos nosotros más conscientes de lo afortunados que somos, de lo que podemos ofrecer y aportar a los demás y de lo importante que es intentar luchar con nuestras limitaciones autoimpuestas disfrutando por el camino.